Odiaba las celebraciones, y más aún aquellas que tenían por objeto enaltecer o ensalzar mi propia persona. Siempre he visto como un ridículo ejercicio de futilidad estas reuniones “compromisales” en las que la gente se reúne con una excusa vacua y diáfana. Ya desde pequeño y pese a ser colmado de regalos, veía sin sentido las reuniones familiares propiciadas por la llegada de mi cumpleaños, que siempre he considerado referente del paso del tiempo y del tímido acercamiento de una más que ineludible muerte.
La última exposición de fotografía fue todo un éxito y se convirtió en el empujón definitivo para hacerme un hueco en el estrellato de aquella pequeña ciudad que se hallaba apartada de la civilización, en mitad de la nada. El ricachón de la ciudad, cuyo pasatiempo preferido para despilfarrar dinero era organizar fiestas, había decidido que mi súbito ascenso a la escena local le interesaba suficientemente como para poner en práctica su número de exhibición de falsa amistad, ese que consistía en premiar con una fiesta al incipiente famoso y poder salir así al día siguiente retratado con él, en actitud fingidamente cordial, en las fotos de la prensa.
Gentileza de mi nuevo amigo al que aun no conocía en persona, un cochazo de esos largos y oscuros me recogió en mi domicilio para llevarme entre algodones hasta la mansión de estilo moderno del archipastoso. Ya en las inmediaciones se presentía el alboroto organizado por los fotógrafos que se agolpaban frente a la verja como cachorros hambrientos pujando por atrapar en sus bocas una mama.
Mi anfitrión estaba allí, atrayendo la atención sobre sí, henchido de prepotencia y vanidad. Casi prefería ni imaginar la de mentiras que ya habría contado sobre nuestra nula relación. Salí de la limusina reajustando mi traje y de tras posar un pie en tierra los objetivos de las cámaras fotográficas giraron hacia mí al unísono como cabezas de gacelas aterradas por la cercanía de un depredador. Todas aquellas aberturas que apuntaban hacia mí parecían ojos indiscretos e inhumanos que miraban sin mirar poniendo a prueba mis acciones. Mi temperatura corporal montó considerablemente y todo movimiento se convirtió en una maniobra difícil y calculada susceptible de aprobación por parte de mis observadores. Una caída sería fatal...
Anduve con paso firme. Cada movimiento hacía parecer que aquellas piernas pesaban toneladas. Cuando llegué a reunirme con aquel que con tanta ansia me esperaba, cientos o quizá miles de impactos de flash habían reducido ya mi percepción de la realidad a meras formas burdas y deformes. “Mi amigo” me agarró por el hombro y como a una marioneta me posicionó allí donde debía estar para corresponder con lo anteriormente retratado en con otros foto-asaltos. Ambos sonreímos y yo básicamente me dejé llevar.
En algunos minutos los paparazzi quedaron atrás mientras caminábamos hasta llegar a su morada. Un generoso ventanal, de muchos metros de largo, mostraba el movimiento sinuoso y delicado de muchas personalidades que ya tuvieron su momento de gloria fotográfica en anteriores e idénticas celebraciones en “su honor”.
Una vez dentro, la tenue iluminación caracterizada por pequeños focos rojizos y la agradable música suave de piano, me condicionaron lo suficiente como para pensar que aunque fuera una patética idea, al menos tendría la ocasión de pasar una ocasión agradable. Pronto los rostros de personalidades ya consagradas de la ciudad me mostraban deferentes sus sonrisas, haciéndome sentir estúpidamente parte de ellos, de su grupo de élite social que tanto he repudiado siempre. Después de todo, me dije que no era demasiado malo si juzgaba por mí mismo y disfrutaba un rato. Escrutaría a la gente y trataría de atraer la atención e interés de alguien que pudiera ayudarme en mi carrera para consolidarme aquí y dar el salto a una gran ciudad. Era una idea repugnante en sí misma, pero era mejor no lamentar el desaprovechar oportunidades. Después de todo, ¿quién no ha chupado unos cuantos culos o incluso pollas? Quizá el fin justifique los medios...
El tiempo avanzó deprisa pues pronto atraje la atención de todos y cada uno de los presentes. A fin de cuentas yo era el protagonista y todos parecían conocedores de ello. Palabras desmesuradamente amables, sonrisas lascivas que podrían encerrar otras intenciones y que se mostraban igualmente rostros femeninos como masculinos. Aquellas gentes resultaban inexplicablemente cercanas y agradables. Lo más extraño de todo es que todos sin excepción daban la inquietantemente sensación de ser sinceros, y esa situación despertaba una incómoda sospecha en mi interior.
Las copas y los canapés se fueron acabando, la hora de la cena llegó y rápidamente nos fueron conduciendo hasta el comedor. El lujo cobraba en él su más clara representación; las paredes eran de mármol rosado rematado con columnas negras como el infinito. La mesa era magnífica, grandiosa, llena de cubiertos de plata escandalosamente brillantes, y rematada por una lámpara de araña, apagada, coronaba por incontables trozos de cristal y absurdas filigranas que debieron enloquecer a su hacedor. Había otra mesa de un lujo mucho menor situada cerca de la pared en perpendicularidad con la otra que estaba cubierta por un manto escarlata que ocultaba misteriosos manjares. La iluminación provenía de unas discretas velas situadas en las paredes, que transmitían un ambiente íntimo y encantador.
Distraído, deambulé por detrás de las sillas de ébano sin percatarme de que mi sitio ya estaba asignado, presidiendo tal homenaje a la suntuosidad. Me senté tímido, como pensando que hacía algo indebido a pesar de ver mi nombre allí escrito con letras cargadas. Pero por algún motivo me sentía como aterido por una sensación de torpeza y vergüenza infinitas que me impedían hacer un solo gesto con la esperada naturalidad, como si cepos de carne sudorosa me retuvieran.
En unos instantes los todos los comensales estaban sentados, como si tal ejercicio fuese algo de su costumbre. Hablaban por lo bajo con sus vecinos y dejaban escapar algunas miradas traviesas en mi dirección que me hacían ruborizar. Entró en escena nuestro anfitrión y todos guardaron un silencio sepulcral e incondicional de súbito y al unísono. Los instantes transcurrieron mientras las miradas de los presentes eran atraídas hacia el lado de la habitación que se hallaba en oposición diametral al lugar que yo ocupaba. Acto seguido hizo aparición un tipo encapuchado de torso generosamente musculado y desnudo, que se situó entre la mesa de la comida y la pared captando la atención de todos los comensales. “Para ser cocinero o camarero tiene un estilo particular”, pensé.
Con un gesto rápido y enérgico quitó la manta que cubría la mesa. Mi sorpresa fue total cuando lo que se descubrió bajo ella no era comida sino una mujer, joven, desnuda y atada con grilletes por las muñecas y los tobillos. Su piel blanca nívea contrastaba con el ébano de la mesa y su cabeza reposaba indicando que al menos se hallaba inconsciente. El hombre encapuchado a cogió de la barbilla y meneó su cabeza como si fuera un sonajero, con total falta de delicadeza. La chica abrió los ojos como con desorientación y miró en derredor. Enseguida su mirada se transformó en pánico mientras sus ojos orbitaban en todas direcciones. O era muy buena actriz o realmente le aterraba aquella situación. Abrió la boca, gesticulaba y mostraba sus dientes como tratando de gritar, pero ningún sonido brotaba de aquella garganta. El encapuchado cogió un hacha de carnicero enorme que debía pesar toneladas. El anfitrión habló y de pronto las caras de todos los presentes me regalaban su mirada demente y una sonrisa malsana.
-Es hora de que nuestro nuevo invitado participe en el banquete, o forme parte de él...
La última exposición de fotografía fue todo un éxito y se convirtió en el empujón definitivo para hacerme un hueco en el estrellato de aquella pequeña ciudad que se hallaba apartada de la civilización, en mitad de la nada. El ricachón de la ciudad, cuyo pasatiempo preferido para despilfarrar dinero era organizar fiestas, había decidido que mi súbito ascenso a la escena local le interesaba suficientemente como para poner en práctica su número de exhibición de falsa amistad, ese que consistía en premiar con una fiesta al incipiente famoso y poder salir así al día siguiente retratado con él, en actitud fingidamente cordial, en las fotos de la prensa.
Gentileza de mi nuevo amigo al que aun no conocía en persona, un cochazo de esos largos y oscuros me recogió en mi domicilio para llevarme entre algodones hasta la mansión de estilo moderno del archipastoso. Ya en las inmediaciones se presentía el alboroto organizado por los fotógrafos que se agolpaban frente a la verja como cachorros hambrientos pujando por atrapar en sus bocas una mama.
Mi anfitrión estaba allí, atrayendo la atención sobre sí, henchido de prepotencia y vanidad. Casi prefería ni imaginar la de mentiras que ya habría contado sobre nuestra nula relación. Salí de la limusina reajustando mi traje y de tras posar un pie en tierra los objetivos de las cámaras fotográficas giraron hacia mí al unísono como cabezas de gacelas aterradas por la cercanía de un depredador. Todas aquellas aberturas que apuntaban hacia mí parecían ojos indiscretos e inhumanos que miraban sin mirar poniendo a prueba mis acciones. Mi temperatura corporal montó considerablemente y todo movimiento se convirtió en una maniobra difícil y calculada susceptible de aprobación por parte de mis observadores. Una caída sería fatal...
Anduve con paso firme. Cada movimiento hacía parecer que aquellas piernas pesaban toneladas. Cuando llegué a reunirme con aquel que con tanta ansia me esperaba, cientos o quizá miles de impactos de flash habían reducido ya mi percepción de la realidad a meras formas burdas y deformes. “Mi amigo” me agarró por el hombro y como a una marioneta me posicionó allí donde debía estar para corresponder con lo anteriormente retratado en con otros foto-asaltos. Ambos sonreímos y yo básicamente me dejé llevar.
En algunos minutos los paparazzi quedaron atrás mientras caminábamos hasta llegar a su morada. Un generoso ventanal, de muchos metros de largo, mostraba el movimiento sinuoso y delicado de muchas personalidades que ya tuvieron su momento de gloria fotográfica en anteriores e idénticas celebraciones en “su honor”.
Una vez dentro, la tenue iluminación caracterizada por pequeños focos rojizos y la agradable música suave de piano, me condicionaron lo suficiente como para pensar que aunque fuera una patética idea, al menos tendría la ocasión de pasar una ocasión agradable. Pronto los rostros de personalidades ya consagradas de la ciudad me mostraban deferentes sus sonrisas, haciéndome sentir estúpidamente parte de ellos, de su grupo de élite social que tanto he repudiado siempre. Después de todo, me dije que no era demasiado malo si juzgaba por mí mismo y disfrutaba un rato. Escrutaría a la gente y trataría de atraer la atención e interés de alguien que pudiera ayudarme en mi carrera para consolidarme aquí y dar el salto a una gran ciudad. Era una idea repugnante en sí misma, pero era mejor no lamentar el desaprovechar oportunidades. Después de todo, ¿quién no ha chupado unos cuantos culos o incluso pollas? Quizá el fin justifique los medios...
El tiempo avanzó deprisa pues pronto atraje la atención de todos y cada uno de los presentes. A fin de cuentas yo era el protagonista y todos parecían conocedores de ello. Palabras desmesuradamente amables, sonrisas lascivas que podrían encerrar otras intenciones y que se mostraban igualmente rostros femeninos como masculinos. Aquellas gentes resultaban inexplicablemente cercanas y agradables. Lo más extraño de todo es que todos sin excepción daban la inquietantemente sensación de ser sinceros, y esa situación despertaba una incómoda sospecha en mi interior.
Las copas y los canapés se fueron acabando, la hora de la cena llegó y rápidamente nos fueron conduciendo hasta el comedor. El lujo cobraba en él su más clara representación; las paredes eran de mármol rosado rematado con columnas negras como el infinito. La mesa era magnífica, grandiosa, llena de cubiertos de plata escandalosamente brillantes, y rematada por una lámpara de araña, apagada, coronaba por incontables trozos de cristal y absurdas filigranas que debieron enloquecer a su hacedor. Había otra mesa de un lujo mucho menor situada cerca de la pared en perpendicularidad con la otra que estaba cubierta por un manto escarlata que ocultaba misteriosos manjares. La iluminación provenía de unas discretas velas situadas en las paredes, que transmitían un ambiente íntimo y encantador.
Distraído, deambulé por detrás de las sillas de ébano sin percatarme de que mi sitio ya estaba asignado, presidiendo tal homenaje a la suntuosidad. Me senté tímido, como pensando que hacía algo indebido a pesar de ver mi nombre allí escrito con letras cargadas. Pero por algún motivo me sentía como aterido por una sensación de torpeza y vergüenza infinitas que me impedían hacer un solo gesto con la esperada naturalidad, como si cepos de carne sudorosa me retuvieran.
En unos instantes los todos los comensales estaban sentados, como si tal ejercicio fuese algo de su costumbre. Hablaban por lo bajo con sus vecinos y dejaban escapar algunas miradas traviesas en mi dirección que me hacían ruborizar. Entró en escena nuestro anfitrión y todos guardaron un silencio sepulcral e incondicional de súbito y al unísono. Los instantes transcurrieron mientras las miradas de los presentes eran atraídas hacia el lado de la habitación que se hallaba en oposición diametral al lugar que yo ocupaba. Acto seguido hizo aparición un tipo encapuchado de torso generosamente musculado y desnudo, que se situó entre la mesa de la comida y la pared captando la atención de todos los comensales. “Para ser cocinero o camarero tiene un estilo particular”, pensé.
Con un gesto rápido y enérgico quitó la manta que cubría la mesa. Mi sorpresa fue total cuando lo que se descubrió bajo ella no era comida sino una mujer, joven, desnuda y atada con grilletes por las muñecas y los tobillos. Su piel blanca nívea contrastaba con el ébano de la mesa y su cabeza reposaba indicando que al menos se hallaba inconsciente. El hombre encapuchado a cogió de la barbilla y meneó su cabeza como si fuera un sonajero, con total falta de delicadeza. La chica abrió los ojos como con desorientación y miró en derredor. Enseguida su mirada se transformó en pánico mientras sus ojos orbitaban en todas direcciones. O era muy buena actriz o realmente le aterraba aquella situación. Abrió la boca, gesticulaba y mostraba sus dientes como tratando de gritar, pero ningún sonido brotaba de aquella garganta. El encapuchado cogió un hacha de carnicero enorme que debía pesar toneladas. El anfitrión habló y de pronto las caras de todos los presentes me regalaban su mirada demente y una sonrisa malsana.
-Es hora de que nuestro nuevo invitado participe en el banquete, o forme parte de él...
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